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No estamos 'trastornados': la patología del malestar en un mundo que está enfermo

  • Foto del escritor: Inlaza
    Inlaza
  • 11 nov
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 14 nov

patología del malestar y no estar rotos

Durante años, la psicología ha tratado de responder a una pregunta esencial: ¿por qué sufrimos?

Pero en las últimas décadas, algo se ha distorsionado. Hemos aprendido a buscar la causa de nuestro dolor dentro de nosotros, y a olvidarnos de mirar hacia fuera.


Nos decimos que tenemos ansiedad, depresión o desregulación emocional… pero pocas veces nos preguntamos: ¿Qué pasaría si no fuéramos solo nosotros quienes estamos enfermos, sino el mundo que habitamos?


Vivimos en una sociedad que llama "trastorno" a lo que muchas veces es una respuesta humana ante un mundo insostenible. Este blog, fruto de años de trabajo clínico por parte de los profesionales de Inlaza, reflexiona sobre cómo la precariedad, la sobreexposición a la información y la cultura del remedio rápido están moldeando nuestra salud mental. No estamos rotos: estamos reaccionando con humanidad a un entorno que necesita ser repensado.


El sufrimiento no siempre es un síntoma individual. A veces, es una respuesta emocional lúcida ante la precariedad, la sobreexposición y la cultura del rendimiento. Una reflexión de Inlaza sobre salud mental, contexto y humanidad.


La pregunta que lo cambia todo


En terapia, solemos empezar por una pregunta: ¿Qué te pasa? Pero cada vez más, sentimos que la pregunta debería ser otra: ¿Qué está pasando a tu alrededor?


Esto es porque no todo lo que duele nace de dentro, de nuestra infancia o del trauma. Y, sin embargo, vivimos en una cultura en que insiste que sí. Nos repite que la ansiedad, la depresión o el agotamiento son señales de un desequilibrio interno que debemos corregir, como si la vida no estuviera, en sí misma, desequilibrada. Como si no viviéramos atravesados por un sistema que precariza, sobrecarga y desconecta.


La patología del malestar


En una cultura donde todo se mide, se optimiza y se etiqueta, hemos hecho normal llamar “trastorno” a cualquier experiencia humana que se sale de la norma productiva, donde nombrar cada emoción es un diagnóstico. El malestar se clasifica y medicaliza. Sentir tristeza se vuelve “depresión”, la preocupación constante “ansiedad generalizada”, la desconexión emocional “trastorno disociativo”.

Y aunque los diagnósticos pueden ser herramientas útiles y necesarias y nos ha permitido poner palabras y tratamientos donde antes había silencio, también ha tenido un costo: a menudo se utilizan sin contexto, como si el entorno no importara. Hemos olvidado que sentir malestar en un mundo que avanza demasiado rápido y exige demasiado puede ser una forma de salud y que de lugar a la patología de estas emociones.


El contexto en el que vivimos y nos desarrollamos importa. Importa vivir en un mundo donde los alquileres son impagables, los alimentos básicos duplican su precio, y las jornadas laborales dejan poco espacio para el descanso o la presencia.


Importa trabajar con contratos temporales, sin red de apoyo, con miedo al futuro. Importa crecer entre pantallas que muestran vidas imposibles, cuerpos filtrados, relaciones perfectas y felicidad instantánea.


Todo eso no es neutro.

Es el caldo de cultivo de gran parte del sufrimiento que hoy llamamos “trastorno”.


Precariedad, desconexión y sobreexposición: la raíz de la angustia


No se puede hablar de salud mental sin hablar de contexto. Hoy vivimos en un mundo donde los precios y los impuestos suben, los sueldos se estancan y la vivienda se vuelve innaccesible. El descanso se considera un lujo y la productividad, una forma de valor personal. Donde el tiempo para cuidar, crear o simplemente estar ha sido reemplazado por el mandato de rendir. La precariedad no es solo es económica y vacía nuestras cuentas bancarias: es emocional, social y existencial. Vacía la mente, el cuerpo y la esperanza. Vivimos saturados de información, hiperconectados tecnológicamente, pero aislados afectivamente.


Y sin embargo, cuando aparece el síntoma, el foco suele ponerse en el individuo: "haz yoga", "respira", "medita", "piensa en positivo".

Como si la solución fuera siempre adaptarnos mejor al problema, cuando cada día consumimos noticias de crisis, guerras, desastres climáticos y violencias múltiples, sin tiempo para procesarlas. No se nos enseña a transformar todo lo que esto genera.


Nunca antes habíamos tenido tanta información ni tan poca capacidad para procesarla. Entre pantallas, feeds, notificaciones y noticias, ese bombardeo constante que se ha convertido en la banda sonora de nuestro día a día, y nos mantiene en un estado de alerta crónica. El cuerpo no distingue entre una amenaza real y una amenaza percibida: responde igual. Y así, la ansiedad se convierte en el telón de fondo de nuestra era.


Esta exposición constante a la catástrofe y el miedo no solo desgasta: anestesia. Algunos cuerpos responden con ansiedad, mientras que otros responden con desconexión. La disociación, en muchos casos, no es un "problema psicológico": es una forma de protección.


Al mismo tiempo, la cultura del bienestar ha convertido el cuidado en producto: hay suplementos para dormir, podcasts para calmarte, retiros para “reconectar contigo”, aplicaciones de meditación con suscripciones mensuales. Y aunque algunas de estas herramientas pueden ser valiosas, el mensaje de fondo suele ser el mismo: si aprendes a gestionarte mejor, te sentirás bien. Nos pide seguir adelante, mantenernos regulados, no dejarnos afectar tanto. Pero, ¿qué tipo de salud es esa que nos exige no parar? ¿No sentir?


El problema es que no todo se soluciona con autorregulación. Cuando el sistema mismo es disfuncional, la regulación individual se vuelve insuficiente — incluso injusta. Porque no se puede respirar más profundo cuando no hay aire limpio.

No se puede pensar “más positivo” cuando la realidad es precaria.

No se puede sanar en soledad lo que es consecuencia de un entramado colectivo.


El discurso del “arreglarse” y la cultura del remedio rápido


Vivimos en la era de la inmediatez, los consejos breves, las terapias exprés y los "5 pasos para sanar tu ansiedad", donde todo debe resolverse rápido, mostrarse bonito y compartirse. El bienestar se ha convertido en un producto de consumo inmediato. Nos venden calma en cápsulas, mindfulness en apps y resiliencia como meta. La psicología del bienestar se ha llenado de frases como “todo está en tu mente”, “elige ser feliz”, o “agradece más, preocúpate menos.”


Y aunque todas esas herramientas pueden ser útiles, no reemplazan la raíz: no podemos "regularnos" eternamente dentro de un sistema que genera desregulación estructural.


Estas narrativas simplifican procesos complejos y, sin quererlo, culpabilizan a las personas por no poder “salir adelante” a la velocidad que el sistema demanda. El sufrimiento deja de ser una experiencia legítima y se convierte en un error de gestión emocional.


Pero el dolor no es un fallo. Es una respuesta coherente ante un mundo incoherente, la expresión de una sensibilidad que aún no se ha dormido.

No se trata de respirar más hondo, sino de preguntarnos por qué nos falta el aire; ni de pensar más en positivo, sino de reconocer lo que nos ahoga. Tampoco se trata de adaptarnos, sino de crear condiciones donde vivir no duela ni cueste tanto.


El papel del cuerpo: lo que sentimos no es un defecto


Las emociones son brújulas, no errores. Como psicólogos, en terapia lo vemos a diario: el cuerpo no miente. Cuando alguien se disocia, no está “evadiéndose”, está protegiéndose.

Cuando alguien siente ansiedad, su organismo está intentando mantenerse a salvo.

Cuando alguien se deprime, está entrando en modo de conservación ante la sobrecarga.

En consulta vemos cómo las personas se sienten culpables por "no rendir", por "no sentirse bien" o por "no poder con todo" si en teoría todo en su vida está "bien".

El cuerpo sabe lo que la mente intenta olvidar. Y cuando éste no puede más, no está fallando: está informando.


Estas respuestas no son patológicas por sí mismas. Se vuelven dolorosas cuando se sostienen en el tiempo, sin red, sin comprensión y sin espacio para ser nombradas. La salud mental no se construye solo con técnicas, sino con condiciones. Y el sistema escasea a la hora de dar respuestas y espacios que puedan sostenerlas. Hay, aproximadamente, seis psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes en el sistema de salud pública. ¿Cómo se puede garantizar, de esta manera, un estado de salud mental óptimo en las personas si el mismo sistema que nos envenena, también nos priva de la contención y el tratamiento?

No todo puede sanarse con resiliencia individual. Hay dolores que solo se alivian cuando cambiamos las condiciones que los producen, y eso también es terapia.


La función política de las emociones


En Inlaza creemos que las emociones no son obstáculos, sino una guía:

  • La rabia señala la injusticia.

  • La tristeza acompaña las pérdidas.

  • La ansiedad avisa del peligro o del desequilibrio, que hay algo que necesita atención.

  • El agotamiento señala el límite.

  • La apatía o la disociación protegen cuando el dolor es demasiado.


Si las apagamos todas, perdemos la capacidad de leer el mundo. Por eso, patologizar la emoción es también una forma de control social. Patologizar es, en esencia, negar su función. Una sociedad que etiqueta como disfuncional a quien siente demasiado, a quien protesta, a quien no se adapta, es una sociedad que teme su propio espejo. No necesitamos anular nuestras emociones, sino darles un espacio donde puedan existir sin ser condenadas.


Las emociones, en su esencia, son políticas: nos conectan con lo que importa y con lo que debería cambiar. Una sociedad que tilda de "tóxica" la incomodidad y de "negativa" la rabia es una sociedad que teme escuchar lo que su propio cuerpo colectivo está gritando.


Hacia una mirada más amplia de la salud mental


No se trata de negar el valor de la terapia, el tratamiento o el autocuidado. Se trata de recordar que la salud mental no puede entenderse sin contexto. No basta con enseñar a las personas a “regularse mejor” si el entorno sigue siendo violento, precario y desigual. La idea de que la salud mental depende únicamente del esfuerzo personal es una de las trampas más dañinas del discurso moderno, porque no se puede sanar en un vacío. La salud mental se construye con vínculos, comunidad, descanso, derechos laborales, vivienda digna y sentido de pertenencia.


Un cuerpo aislado no puede sostenerse indefinidamente. Un sistema nervioso no se regula en soledad: nos necesitamos.


El bienestar psicológico no es solo una cuestión de fuerza de voluntad ni una condena en la soledad, sino de condiciones, y eso incluye acceso a vivienda, tiempo de descanso, vínculos seguros, sentido de comunidad y la posibilidad de vivir sin miedo constante a no ser productivo.


Una reflexión desde la experiencia clínica


En Inlaza llevamos años acompañando a personas —y a profesionales de la salud mental— que llegan con la misma sensación: no es que no puedan más, es que el mundo les exige demasiado.


A través de la práctica clínica, la supervisión y la formación de terapeutas, hemos aprendido algo fundamental: no se puede sanar un cuerpo sin cuidar el contexto que lo enferma, así como no se puede regar una planta y esperar que crezca cuando la tierra de por sí no es fértil. No podemos seguir repitiendo que “todo está dentro”, cuando lo que duele está también fuera.


Por eso, este texto no es una queja, sino una reflexión. Una pausa necesaria para decir:

el sufrimiento no siempre es señal de enfermedad, sino de sensibilidad. Y esa sensibilidad, bien acompañada, es lo que puede transformarlo todo.


En Inlaza miramos al mundo tal como es


Creemos que se puede conectar con el dolor sin ahogarse en él. Si duele, es porque importa.


Y si estás leyendo esto, quizá ya estés lista/o para empezar a vivir por ti y por tu comunidad.

Acompañar tu dolor también es una forma de transformar el mundo.



 
 
 

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